sábado, 23 de junio de 2018

La abadía de Thelema y la Cultura ciudadana, o la obra de Rabelais como parte de la genelogía de políticas contemporáneas



“No os detengáis en ello como seducidos por el canto de una sirena”
Rabelais


Introducción

Con la obra de François Rabelais (Turena, 1494 - Maudon, 1553) pasa lo que suele ocurrir con los autores originales: casi toda interpretación peca de ser más una imposición del intérprete que una lectura acertada del sentido que el autor quiso componer. Así se puede entender la observación que René Guénon hizo al respecto:

«En muchos pasajes de su obra se tiene la impresión de encontrarse en presencia de un "lenguaje secreto", más o menos comparable al de los Fieles del Amor, si bien de otro género; pero pareciera que, para poder interpretarlo, sea precisa una "clave" que hasta ahora no ha sido hallada. Esta cuestión está en estrecha relación con la de la iniciación que habría recibido Rabelais: no caben dudas de que él estuvo vinculado al hermetismo ya que los conocimientos esotéricos de los que da prueba pertenecen claramente al orden "cosmológico" y no parece superarlos nunca; corresponden así perfectamente al dominio propio del hermetismo, pero sería necesario saber con exactitud de cuál corriente hermética se trataba [...]». (Reseña al libro de J.H. Probst-Biraben, Rabelais et les secrets du Pantagruel, incluida en Estudios sobre la Francmasonería y el Compañerazgo, Tomo II).

En este ensayo, no se pretende algo distinto. Por el contrario, se parte de considerar insensato un proyecto que pretenda establecer el ‘sentido profundo’ de aquella obra especialmente distante a nuestro modo contemporáneo de entender el mundo. En efecto, se asumirá más la vida presente como finalidad de la lectura y el texto renacentista en estudio como contexto válido de interlocución a propósito de los más candentes retos que debe enfrentar la sociedad urbana de hoy.


CRITERIOS EPISTEMOLÓGICOS

De cómo se aborda en este ejercicio de escritura la obra de Rabelais. Entre otras múltiples temáticas presentes en las novelas de Rabelais encontramos el problema político. ¿Gobernar? ¿Quién gobierna a quién? ¿Bajo qué criterios? Y si se gobierna ¿en qué sentido hemos de dirigir las leyes de gobierno? ¿Qué es mejor para el bien colectivo? ¿Acotar los alcances de la acción individual o liberarlos, de modo que por efectos de la propia naturaleza el bien colectivo no enfrente obstáculos? Quizás sea pertinente deslindar estos cuestionamientos del cruce entre las categorías de “democracia” y “anarquía”. Aun cuando se puedan percibir algunos fundamentos de esta última opción política en la obra de Rabelais, su condensación filosófica implica niveles de especificad en buena medida ignorados en la época en que él escribía. Además, distraería los intereses que dinamizan esta lectura: se buscan en la obra renacentista argumentos que afiancen en la tradición intelectual de Occidente un modelo de acción política que actualmente y entre nosotros se encuentra en desarrollo. Se intenta saber si en aquella obra podemos hallar recursos útiles en la conformación de un modelo de acción política inscrito de antemano en un ambiente democrático: la actualidad bogotana.

Un preludio a la exploración así planteada lo constituye el tema místico, esbozado en la cita incluida previamente. Este concepto resulta crucial para los tipos de vínculo que podemos establecer entre el poder religioso y el poder político. En el contexto histórico de Rabelais el sentido de la expresión ‘mística’ se bifurca: i) la mística se puede entender como el fundamento de la disciplina[1]. Entonces su incidencia en la vida práctica consistiría en seguir ciertos hábitos definidos por una autoridad religiosa de jerarquía piramidal. No obstante, esta noción (que evoca las majestuosas construcciones egipcias) implica el tránsito por la convención social, humana; una contradicción análoga a las que proliferan en el Almagesto de Ptolomeo y que Copérnico señalara minuciosamente en el mismo siglo de Rabelais. Tal es el modelo que se niega en el capítulo LII del primero de los libros rabelaisianos. ii) Una definición alternativa del concepto ‘mística’, tomada de alguna conversación con un maestro de la tradición aria, se enuncia en estas sencillas palabras: “La mística es lo que es”[2]. Desde esta perspectiva, el esquema jerárquico se torna moralizante, sujeto a un ‘deber ser’ y ajeno a ‘lo que es’. Estas dos definiciones riñen y en su desarrollo permanecen como posturas antagónicas. Este es el antagonismo que está implícito en la sátira que Rabelais compuso al diseñar el modelo político de la abadía de Thelema (“voluntad”).

Es claro que esta lectura tiene intenciones profanas, aceptando las críticas que al respecto se encuentran en el artículo «A propósito de los Constructores de la Edad Media» (Voile d'Isis, enero de 1927, y que actualmente es el Capítulo II de Estudios sobre la Francmasonería y el Compañerazgo, Tomo I):

«Si se nos objetara que las figuras satíricas, más o menos licenciosas, que a veces se descubren en las obras de aquellos constructores son prueba de las pretendidas preocupaciones sociales de los mismos, nuestra respuesta sería bien simple: tales figuras están ante todo destinadas a confundir a los profanos, los cuales se atienen exclusivamente a las apariencias, y son incapaces de percibir lo que se disimula en su interior. Por otra parte se trata de algo que no es específico de los constructores: escritores como Boccaccio, Rabelais en particular, y muchos otros, adoptaron el mismo disfraz y utilizaron idénticos procedimientos. Debemos creer que la estratagema ha tenido buen resultado, pues aún en nuestros días, y seguramente hoy más que nunca, los profanos caen en la trampa».

De manera que este ensayo se empeña en renunciar a establecer el ‘sentido oculto’ al que el mismo Rabelais se refiriera en su prólogo: “Y supuesto el caso de que encontraseis materias gozosas y correspondientes al título en sentido literal, no os detengáis en ello como seducidos por el canto de una sirena, pues suele haber un sentido oculto que apreciar en todo esto que se dice como por casualidad y en cordial alegría”. (Rabelais, 53).

Del otro extremo de la historia. El mismo problema político se mantiene presente 500 años más tarde. Sin ir muy lejos, la semana que acaba de concluir (hoy es sábado 28 de noviembre de 2009) tuvo lugar en Bogotá el Primer Seminario Internacional de Cultura Ciudadana, un evento no muy difundido en el cual se trató el problema de ‘gobernar’. En principio se abordó la pregunta sobre lo que es en sí la ‘Cultura Ciudadana’, luego se presentaron algunas experiencias de aplicación del modelo (hecho en Colombia) en otras ciudades latinoamericanas y, por último, se expuso la cuestión central: qué papel puede desempeñar la Cultura Ciudadana ante los retos que enfrenta el gobierno de una ciudad contemporánea. Y es ahí donde se actualiza el tema político que abordó Rabelais en la sección sobre “La abadía de Thelema”: la vieja rivalidad entre dos modos de gobernar, ‘con mano dura’ (el poder de la autoridad) o ‘por las buenas’ (el poder de la voluntad de toda intimidad consciente).

Existen diversas modalidades de planteamiento de esta problemática, y en la época de Rabelais constituyeron un género de los más corrientes; en su obra sólo encontramos una versión entre ellas. Pero sus particularidades son también diversas: en la abadía de Thelema nos encontramos, más que con una utopía, con un experimento mental de inversión de las normas. Por su parte, el modelo de acción política que se ajusta a los preceptos de la cultura ciudadana tiende a poner en práctica sistemas de conformación normativa que, por invertir las costumbres de un contexto social especialmente sumiso a la normatividad (que se basa en criterios de autoridad y deja a la ‘voluntad’ en un plano secundario), actualiza los valores renacentistas en que se sostiene el experimento de Rabelais. Esta lectura sui géneris permite además notar cómo hay un vínculo entre los esquemas de Gobierno en los que predomina la autoridad (como fuente de normas) y los intereses de la misma autoridad por asegurarse el lugar del beneficio en la dinámica financiera de una ciudad o de una abadía, mientras que los esquemas de gobierno razonables dejan este tema en un segundo nivel, para concentrarse en el máximo aprovechamiento posible de las múltiples riquezas del ser humano que actúa en libertad.

En efecto, se puede afirmar que tanto la abadía de la ‘voluntad’ como la estrategia gubernamental de la ‘cultura ciudadana’, constituyen manifestaciones de un pensar optimista con respecto a la naturaleza humana:

Eran casi las nueve de la mañana, los asistentes, inquietos, se miraban entre sí, un poco ansiosos, llenos de expectativas; en cuanto Antanas Mockus arribó al centro de convenciones el escenario cobró vida. Así empezó el Seminario; dos días de intensa actividad intelectual: un panel buenísimo, rico en información muy interesante; participaron en él grandes personalidades asociadas al tema de la cultura ciudadana, dos de sus más reconocidos gestores, algunos de sus intérpretes y el director del programa (…) la discusión en el panel giró en torno a la pregunta sobre el énfasis que ha de hacer el mejor gobierno urbano: ¿la ciudad o los ciudadanos? (“Relatoría del evento”. Archivo de audio, capturado en el lugar).

La oposición entre ciudad y ciudadanos aparece ligada, en un sentido paradigmático, con la oposición entre autoridad y voluntad, en el sentido en que el dilema con el que concluye la cita se puede formular en términos de ¿fortalecer la autoridad? –disciplinar, conservar la seguridad ciudadana- o ¿educar las voluntades? -fortalecer la conciencia de “lo que es”, dinamizar la cultura ciudadana.

Teoría y práctica de las comparaciones. Una implicación importante en el desarrollo de esta propuesta de lectura del texto de Rabelais consiste en justificar una comparación que fácilmente puede parecer improcedente. En términos generales, existen dos contextos epistemológicos para regular argumentos comparatistas: la comparación en sistemas de conjuntos y las comparaciones en redes de categorías. Los textos se pueden concebir de una de las dos maneras: como sistemas de conjuntos, el desarrollo coherente de los argumentos responderá a los principios de la lógica analítica (una modalidad que difícilmente abarca la riqueza de un texto literario); como redes de categorías, la lectura comparada resultaría familiarizada con estrategias lógicas más contemporáneas, dispuestas a admitir discursos menos compactos, más dinámicos, aunque no por ello injustificados. En su contexto lo ‘inconmensurable’ sería susceptible de relativizarse, de tal manera que si bien es cierto que los textos que se proponen a comparación (ciertas secciones del texto de Rabelais y algunas ponencias de un seminario de Cultura Ciudadana) difícilmente pueden concebirse en algún plano común, también es cierto que por lo mismo se está en la posibilidad de establecerlo: son textos que comparten el optimismo con respecto al ser humano, aunque en un contexto –el literario –tienda a la ficción y en el otro –el político –al realismo fenomenológico (en cuanto los factores que determinan su mejor modo de regular la interacción de los individuos, es decir: al gobierno).

Las conclusiones que arrojaría un ejercicio de este orden abarcarían diversos campos del pensamiento y de los estudios literarios. Más que una comparación como tal, se trataría aquí de un proceso simultaneo de deconstrucción y luego sí de esbozar una comparación entre lo que  resulte de ese procedimiento.


EL PROBLEMA DE LA GOBERNABILIDAD EN RABELAIS Y EN LA CULTURA CIUDADANA

Los capítulos LII y LVII del primer libro de Rabelais: el gobierno en la abadía de Thelema (“Voluntad”). La composición de la abadía de la ‘voluntad’ (de aquel que no pretende gobernar a otro por cuanto reconoce límites incluso al pleno gobierno de sí mismo), obedece a los principios de la negación lógica; este aspecto es de las formas irónicas más interesantes en Rabelais, si tenemos en cuenta que los rigores lógicos fueron desarrollados por las sectas de los estoicos; subrayando de paso el vínculo sutil que por oposición articula esta modalidad filosófica con los principios del epicureismo. El efecto no pretende ir más allá de la reducción al absurdo de los principios que rigen a los dos extremos, en cuanto que deja ver la interdependencia en que se sostienen. El Monje, elevado a categoría de Abad que no gobierna a otros ni sabe gobernarse, recibe de Gargantúa la autorización de fundar la abadía ‘a su gusto’; pero no parece tan libre su elección: primero recibe el territorio para su abadía con el requerimiento de instituir la religión de Gargantúa “al contrario” de todas las demás. Esta negación lógica de una forma respecto de diversas, es difícil de sostener… se diría que en ese contexto discursivo se supone que por muy diversas que sean las religiones todas obedecen a principios idénticos: los que las hacen religión. Pero la de gargantúa es también una religión; y para ello se mantiene ligada a las demás por oposición. ¿Es eso una libertad? En las otras religiones el gobierno funciona según la autoridad, en la de Gargantúa la abadía está regida, desde su nombre, por la voluntad generando un sistema de oposiciones: no está de más recordar a Levi-Strauss quien afirma que toda cultura se funda en un sistema de oposiciones primarias (1995, 255). En la abadía de Thelema la no diferenciación a partir del establecimiento de una fortificación y unas murallas genera las oposiciones que vinculan al modo establecido de existir con el mundo que intenta inventar: Pisar vs. atravesar; mujeres vs. religios@s; campanas vs. entendimiento y buen sentido; fealdad vs. hermosura; clandestinidad vs. regla; permanencia obligada vs. libre movilidad; obediencia vs. libertad; pobreza vs. riqueza; castidad vs. matrimonio. En donde el primer ítem de cada par se adhiere al gobierno basado en la autoridad y el segundo al gobierno basado en la voluntad.

Las reglas que definen la manera de vivir de los thelemitas (capítulo LVII, Libro I) concretan el sistema legal establecido según los fundamentos expuestos en el capítulo LII comentados en el párrafo anterior. En la abadía de Thelema la vida no se desarrollaba a partir de “leyes, estatutos o reglas”, sino según el “franco arbitrio”. Se levantaban de la cama cuando no tenían sueño; bebían cuando sentían sed, comían cuando sentían hambre, dormían si tenían sueño, trabajaban cuando les venía en gana. Sólo había una regla: Haz lo que quieras. Pero lo más interesante es esa sección en que se lee:

“Porque las gentes bien nacidas, libres, instruidas y rodeadas de buenas compañías, tienen siempre un instinto y aguijón que les impulsa a seguir la virtud y apartarse del vicio; a este acicate le llaman honor. Cuando por vil sujeción y clausura se ven constreñidos y obligados, pierden la noble afección que francamente los inducía a la virtud y dirigen todos sus esfuerzos a infringir y quebrantar esta necia servidumbre, porque todos los días nos encaminamos hacia lo prohibido, y constantemente ambicionamos lo que se nos niega.” (Rabelais, Libro I, Capítulo LVII).

Ahora bien, la ironía respecto al principio de oponerse al gobierno de las autoridades (según la negación de sus principios) es el resultado de ver cómo bajo el precepto de actuar como conciencia libre se obtiene la homogenización social: “si alguno o alguna decía bebamos, todos bebían”. Y más adelante, cuando vuelve a asociarse la libertad a la educación:

“…tan noblemente estaban educados, que entre ellos no había uno solo que no supiera leer, escribir, cantar, tocar instrumentos de música, hablar cinco o seis idiomas y componer en prosa o verso. Jamás se han visto caballeros tan discretos, tan galantes, tan ágiles a pie y a caballo, tan fuertes para remar y para manejar todas las armas, como los que allí había” (Rabelais, Libro I. Capítulo LVII).

La crítica de Rabelais no se detiene en señalar los defectos de la opción tradicional católica: organización social según jerarquías de autoridad; además, muestra cómo la opción contraria, el más o menos corriente mundo al revés (tan importante en la evolución del pensamiento reformista), también es susceptible a su incisivo sentido del humor.


Problemas y utopías de la gobernabilidad contemporánea. La gobernabilidad en nuestro tiempo da cuenta de la presencia de tensiones análogas, pese a las transformaciones sociales derivadas de múltiples procesos históricos (el tránsito del feudalismo al capitalismo, la secularización, la revolución francesa, las guerras mundiales, el nacimiento, auge y decadencia del socialismo, y tantas otras cosas) los dos extremos con los que Rabelais se divirtió escribiendo, y ha divertido a sus lectores, siguen vigentes en nuestros días. Es lo que se puede llamar la universalidad de una obra.

El término “cultura ciudadana” nació como referencia a la ciudad. “Ciudadano era un habitante de ciudad, no el citoyen de la revolución francesa (...)  Criaturitas que viven en una ciudad, urbanitas”. Así lo entendieron Antanas Mockus y Paul Bromberg, sus ‘creadores’, y así se lo definieron en el Plan de Desarrollo Formar Ciudad: “conjunto de costumbres, acciones y reglas mínimas compartidas que generan sentimiento de pertenencia, facilitan la convivencia urbana y conducen al respeto del patrimonio común y al reconocimiento de los derechos y deberes ciudadanos”. Hoy en día me parece equivocado -evalúa Bromberg lo que ha sido de su propuesta en manos de la historia- ese giro de la política que dejó de lado la palabra “deberes” en la definición del ciudadano. El programa de cultura ciudadana aparece indisolublemente vinculado al medio urbano en esta primera definición.

Por otra parte, Carlos Alberto Montaner[3] presenta la siguiente afirmación: “Las ciudades hacen a los hombres, y los hacen para bien o para mal. Un joven criado en Viena o en Berna aprende desde su infancia a respetar las reglas, a cuidar los bienes públicos como propios. Sus coetáneos en Asunción o en La Paz (o en Quito o en Bogotá, se puede agregar) tendrán un comportamiento diferente. Sus ciudades no le invitan a cuidar el ornato colectivo. La lección que aprende es la contraria: el bien común no existe”.

Esta hipótesis nos lleva un poco más allá en el gesto de imaginar la abadía de Thelema: uno imagina a los monjes de las abadías tradicionales como al joven criado en Viena o en Berna… pero ¿cómo imaginar al joven criado en la abadía de Thelema? ¿Cómo gobiernan las ciudades europeas señaladas por Montaner para hacer esa clase de ciudadano? Si las cosas en las ciudades reales ocurrieran como en la ficción literaria de Rabelais tendríamos que pensar que gobiernos basados principalmente en la autoridad generan ciudadanos mal criados (como los de ‘Asunción’, ‘La paz’, ‘Quito’ o ‘Bogotá’), mientras que ciudades gobernadas bajo criterios como los que estableció Gargantúa para la abadía de Thelema muy posiblemente (o seguramente, si nos atenemos al razonamiento guiado por el ingenio rabelaisiano) darían lugar a ciudadanos como los de Viena.


CONCLUSIONES

Si bien es indiscutible que la obra de Rabelais no fue realizada con intenciones de orden político, su estudio no niega la posibilidad de dirigir razonamientos de este ámbito. Y dado el caso, entre los muy diversos tópicos que Gargantúa y Pantagruel ofrece al análisis, el tema del gobierno resulta tratado en unos términos que aún en nuestros días se mantienen. De manera que su lectura facilita una visión que sintetiza lo experimental y lo ficcional para dar sustento a reflexiones que en ningún modo son secundarias a los intereses del estudio literario. Los sentidos que ofrece una obra literaria son inagotables y nada hay que obligue a negarse a dar este sentido a sus intereses parciales.

En cuanto al desarrollo temático del ensayo, la conclusión es que efectivamente el dilema que enfrenta la gobernabilidad contemporánea es análogo al dilema que al respecto propone Rabelais en su abadía fantástica y ha atravesado la historia del pensamiento quizás desde el principio de los tiempos. No es posible desarticular la dialéctica entre cultura y seguridad en la fundamentación gubernamental; además, genera efectos ominosos que un extremo eclipse al otro. Lo que sí es preciso, es supeditar las estrategias de seguridad a las de cultura; para que sean seguras. Cuando funciona al contrario, la cultura supeditada a la seguridad, la cultura se torna insegura, la idea de bien común se desdibuja y las pasiones humanas se desatan.


BIBLIOGRAFÍA

1.      RABELAIS, François. Gargantúa y Pantagruel. Barcelona: RBA Editores, 1995.
2.     MONTANER, Carlos Alberto. Los latinoamericanos y la cultura occidental. Bogotá: Editorial Norma, 2003.
3.     LÉVI-STRUSS, Claude. Barcelona: Paidós, 1995.
4.     Plan de Desarrollo Formar Ciudad. Alcaldía Mayor de Bogotá. 1995.
5.     Primer Seminario Internacional de Cultura Ciudadana. Bogotá D.C. 25 y 26 de Noviembre de 2009 (Grabación personal de audio).


[1] Tres definiciones que el DRAE da a la palabra ‘disciplina’ y la definición que da a la expresión ‘teología mística’ permiten sugerir el fuerte vínculo señalado entre esas dos expresiones: “Disciplina: 1. Doctrina, instrucción de una persona, especialmente en lo moral. 2. Especialmente en la milicia y en los estados eclesiásticos secular y regular, observancia de las leyes y ordenamientos de la profesión o instituto. 3. Conjunto de las disposiciones morales y canónicas de la Iglesia.” Y “Teología mística: Parte de la teología dogmática y moral que se refiere a la perfección de la vida cristiana en las relaciones más íntimas que tiene la humana inteligencia con Dios.
[2] No he encontrado una referencia directa para justificar esta definición alternativa de la palabra ‘mística’. Sin embargo, me parece adecuado a efectos de fortalecer su planteamiento (al menos en un sentido hipotético) señalar la manera en que así definida la ‘mística’ constituiría la raíz de expresiones emblemáticas de contextos místicos como por ejemplo: la frase del frontispicio de la academia en la Grecia clásica, “Conócete a ti mismo”; o en el seno del cristianismo, de la máxima “la verdad os hará libres”. Es fácil, para una mentalidad profana como la de quien redacta estas líneas, encontrar en la citada definición alternativa de ‘mística’ un origen común a estas dos expresiones antiguas; sin autor, porque las frases de carácter místico pertenecen más a la tradición de sus representantes que a alguno de ellos en particular.
[3] Carlos Alberto Montaner. Los latinoamericanos y la cultura occidental. Editorial Norma, 2003.

viernes, 3 de noviembre de 2017

“Traer del texto" o "tratar el texto", dos maneras de afrontar la “incompletitud interpretativa”



“Dice la tortuga que ningún fonógrafo, por poderoso que sea, puede ser perfecto, en el sentido de estar facultado para reproducir cualquier sonido posible grabado en un disco”. 
(Gödel, Escher, Bach. Douglas Hofstadter, 1979)


Las herramientas concretas a las que me refiero son: el llamado “método de la nuez” y el más impactante que famoso “teorema de la incompletitud”. Digo impactante porque sus efectos incluso nos han tocado a nosotros sin que tengamos plena conciencia de que en él está la fuente de aquello que nosotros sentimos. Lo que sigue será la manera de explicarme; pero no teman, yo no voy a hablar de matemáticas, sólo hablaré de estas herramientas en lo que atañe a la aldea gnoseológica que compartimos.


Por ejemplo, del “método de la nuez”, solo necesito comentar su origen. Existe una especie de nuez que es durísima; de hecho es más dura que el diamante. O sea que ni con un cuchillo de diamante podría cortarse para poder abrirla. No obstante, la sabiduría popular encontró que al poner esta nuez en una tasa de agua con una pisca de sal se abre con absoluta naturalidad.

De la misma manera, un matemático contemporáneo (Alexander Grothendieck) afrontó un problema que al darse en un campo de las matemáticas, resultaba técnicamente incomprensible. Entonces lo llevó a otro campo distinto de las matemáticas; en efecto, encontró la solución con una sencillez análoga al caso de la nuez. La moraleja del caso es que hay problemas cuya resolución se facilita si nos permitimos cambiarlos de medio. Un gesto metodológico como este puede parecer una muestra de eclecticismo para mentalidades excesivamente puristas; pero, dado que se justifica en tanto que facilita el desarrollo de los razonamientos, abre las puertas a la transdisciplinariedad. Esta es precisamente la razón por la que me siento motivado a hablarles del otro instrumento matemático que anuncié.

El problema al que necesito referirme en este momento preciso de la escritura de mi tesis, puedo formularlo, por ahora, como una pregunta: ¿cómo interpretar la expresión “traer del texto”? 



Dado que esta es una práctica fundamental en nuestro oficio, como pudimos constatarlo especialmente en las materias en las que de una u otra manera abordamos obras inscritas en el difuso campo de la Literatura Latinoamericana. La cuestión sobre la manera en que la escritura crítica incluye la voz de la escritura a la cual se refiere, que en cierto sentido puede formularse mediante la expresión “traer del texto”, es de hecho, una de las primeras cuestiones operativas de mi tesis. Una tesis de orientación teórica; es decir, una investigación que no trata sobre equis o ye obra literaria; sino, en un sentido más general, sobre la problemática que se despliega si queremos pensar en la relación entre la obra de arte (porque no me limito a la literatura) y el tratamiento que recibe de parte de la mirada crítica; este es un problema teórico.


Al pensarlo como lo he propuesto, mediante la pregunta (¿cómo interpretar la expresión “traer del texto”?) encontraremos, primero que todo, que la interpretación constituye un asunto que la fenomenología refiere de una manera ciertamente complicada; también algunos pensadores alineados en la perspectiva de los enfoques posmodernos abordan esta problemática. En mi opinión, tanto los fenomenólogos como los posmodernos, notablemente emparentados, en realidad hacen una interpretación algo pesimista del origen de la hermenéutica, de la cual derivó la fenomenología.

Referirnos a ese origen nos obliga a salirnos de nuestro medio y acercarnos a algo que en las matemáticas se denomina “el teorema de la incompletitud” (formulado por Kurt Gödel en 1931); pero, para no entrar en esa temible región de la geografía política de las disciplinas, me permitiré parafrasearlo ajustándolo a nuestras necesidades y a nuestro lenguaje técnico propio, así: ningún ‘sistema de lectura’ que se practique sobre un texto dado puede agotar las infinitas posibilidades de comprensión que a ese texto le son inherentes. 




Formulada así, esta proposición, que aporta al título de esta ponencia la forma nominal “incompletitud interpretativa”, justifica mi elección del epígrafe


En términos generales, hay dos maneras de afrontar esta realidad; una que semeja la elección adolescente ante la dificultad: como la perfección es imposible, entonces asumamos la imperfección como estilo de vida… y ¡qué caos maravilloso! La otra, ciertamente más realista, asume la certeza como oportunidad. Así, la primera opción, propia del pesimismo adolescente, nos lleva a leer ese texto del otro sólo en ciertos fragmentos; especialmente aquellos en los que nos vemos reflejados... Con un efecto inconsciente que vale la pena señalar: de esa manera, aunque se cite al autor en lectura, no es a él a quien se lee, sino a sí mismo. Y si alguien lo señala, como ahora lo hago, salta al pensamiento, la excusa: “ingenuo, este cree entonces que existe la ‘lectura total’; no, don ‘fonógrafo perfecto’, pues”… Para conjurar este tipo de pseudo contra argumento es que he evocado la sencillez de la proposición matemática, como punto de partida para mí reflexión. Me permite ir más allá y decir: el hecho de que no exista fonógrafo perfecto, no es razón para dedicarse a producir fonógrafos que sustituyan los sonidos del disco con los meros ruidos de una máquina mal fabricada; y mucho menos, es razón para clausurar todo tipo de investigación de ingeniería del sonido que se proponga buscar un fonógrafo cada vez más potente en la ejecución de aquello para lo que son creados; es decir: ¡vale!, nunca habrá fidelidad total; pero, por lo mismo, siempre será posible aportar un plus a la fidelidad previamente alcanzada.

Si admitimos la validez de la analogía, al menos en términos operativos, podemos decir que el oficio del crítico equivale al oficio del fonógrafo. De donde, podemos admitir como punto de partida que no hay crítica perfecta; o sea, que toda crítica está supeditada al principio de incompletitud interpretativa. Y que tenemos al menos dos maneras, efectivamente discernibles, de asumir esa realidad para todos nosotros tangible; en otras palabras, que hay al menos dos maneras, en cierto modo extremas, de asumir la operación de “traer del texto”.

Acordemos, aquí, entre nosotros, llamar a una de ellas “traer del texto” en sí. Para caracterizarla pensemos en un texto relativamente completo, como por ejemplo el Diario de Ángel Rama. Un texto escrito de manera intermitente (desde el primero de septiembre de 1974, hasta el dos de mayo de 1983), o en palabras del propio Rama: “una anotación de diario, ni público ni íntimo. Con los peligros del soliloquio (…) pero también con los beneficios de la subjetividad, particularmente en un ser humano que siempre ha procurado reemplazarla por las coordenadas intelectuales o las comunitarias”. De este tipo de texto hay claramente sectores que puedo omitir en mi estudio; pasaré sobre esas secciones sin resaltarlas. Este modo de traer del texto, selecciona porciones, prioriza… y en ese sentido habla de uno, de los criterios y de los pudores de uno. En ese sentido, esta manera de traer del texto lo somete a una cirugía reductiva y por ende semejará la que he referido como la reacción adolescente, de la cual naturalmente siempre habrá algo qué aprender. Sólo será semejante, porque de todos modos opto por leer así el Diario de Ángel considerando que de esa manera es suficiente para los efectos que de ese texto espero en mi investigación. Así como el Diario, hay varios libros, ensayos y artículos que incluí en el corpus de mi estudio pero que no necesito leer completos, y para hacerlo me justificaré en lo que he mostrado que podemos llamar la “incompletitud interpretativa”.

La otra manera extrema de traer del texto, preferiré dejar de llamarla así, y en cambio la llamaré como lo hace Badiou: tratar el texto. Puede que se traiga del texto como parte de tratarlo; pero no es posible el proceder recíproco; si solo traigo un fragmento con una semántica autónoma, como el epígrafe, ya no estaré tratando el texto, sino solo cierta parte de él; esto lo haré con textos como el Diario; traeré de ellos, sin tratarlos. Y se entiende: mi tesis no trata del Diario de Ángel o de cierto ensayo, o artículo en particular de Marta… Mi tesis trata de cierto diálogo aún hipotético, que solo podré referir con total certeza al final de mi investigación. Pero no todos los textos que incluí en el corpus serán leídos así. 

Alain Badiou explica en el prefacio de su más o menos reciente recreación de La República de Platón, su modo de proceder, así:

“¿Qué quiere decir ‘tratar el texto’? Comienzo por intentar comprenderlo, totalmente, en su lengua […] Me encarnizo, no dejo pasar nada, quiero que cada frase tenga sentido para mí. Este primer esfuerzo es un enfrentamiento entre el texto y yo. No escribo nada, sólo quiero que el texto me hable sin guardar ningún irónico secreto en sus recovecos. Luego escribo lo que libera en mí, en forma de pensamientos y de frases, la comprensión adquirida del fragmento de texto griego cuyo dominio estimo haber alcanzado”. (2012, 17)

A la luz de esta generosa descripción operativa que nos ofrece Badiou, pensar en la incompletitud interpretativa se va del otro lado. En el sentido de que tomar un fragmento de una obra de un autor, digamos por ejemplo de Ángel Rama, y “tratarlo”, sería una contradicción… No se “trata un texto” seleccionando cierto fragmento. Tratar el texto supone al menos tres momentos de lectura: primero ese en el que el lector intenta comprenderlo, totalmente, [quiero realmente subrayar esta palabra: to-tal-men-te], en su lengua; ese momento durante el cual el lector se encarniza, no selecciona nada, no resalta esto o aquello; por el contrario, hace algo más del orden de lo que Derrida llamó “Des-construir”, lo descompone proposición por proposición, y de cada una de ellas despliega las múltiples interpretaciones posibles, a la luz de las reglas de interpretación disponibles (estamos hablando de recrear un libro escrito en griego antiguo)… Sin dejar pasar nada; el lector se enfrenta con el texto en la búsqueda titánica y consciente de su imposibilidad “intento comprenderlo”, dice Badiou; quiere que cada frase tome sentido para sí. Sólo después puede ir al fragmento. Este es otro tipo de fragmento, uno portador de cierta totalidad relativa; lo que supone, además, un proceso previo, cierta toma de distancia que le permite recrear la unidad del texto, en cierto sentido, en un sentido posible, el suyo, su sentido posible… ya del fragmento, ya de la totalidad. Es claro que aquí la incompletitud interpretativa se mantiene presente; sólo que lo está hacia afuera: en el hecho de que la comprensión total es entendida de antemano como algo que solo es susceptible de “intento”. Y el número de lecturas posibles es tan grande como el número de veces que cualquier lector se lance a intentarlo; el mismo Badiou podría intentarlo de nuevo en unos años y encontrará un nuevo resultado.


La dialéctica, quizás sería mejor decir la aporía, del fragmento y la totalidad está más cerca de nosotros que la incompletitud interpretativa, pero una de las intenciones de esta puesta mía en escena ante ustedes es cerrar un hilo discursivo que he mantenido a lo largo de diversos cursos de la Maestría: aquel mediante el cual he insistido en que las matemáticas contemporáneas no están tan lejos de los estudios literarios contemporáneos; y que, por el contrario, son muchas las fronteras que comparten, y los beneficios que pueden aportar a nuestros fines. Solo que no podremos saberlo, si nos aferramos con la vehemencia de los positivistas a nuestra pequeña, aunque maravillosa, parcela gnoseológica.

Hasta aquí, a partir de la incompletitud argumentativa he podido referirme a los dos tipos de lectura que realizaré en la argumentación de mi texto monográfico. Pero aún hay otro efecto de esta proposición, el cual de momento solo dejaré enunciado. Para ello volvamos sobre ese momento en que decía que la incompletitud interpretativa tampoco “es razón para clausurar todo tipo de investigación que se proponga buscar un fonógrafo cada vez más potente”. Esta parte de la analogía me permite justificar, contra las críticas al método especialmente integradas en la conocida obra de Feyerabend, la intención de volver sobre el objetivo no tan anacrónico, como muchos creen, de pensar una teoría literaria, una teoría del arte, una teoría de la creatividad y una teoría de la cultura latinoamericanas.

Pero, aclaremos: darle una orientación contemporánea a ese propósito es posible solo si tenemos presente que la palabra “teoría” no puede entenderse hoy al margen de la incompletitud. Desde 1931, cuando se formuló el teorema de la incompletitud (¿sí notan ustedes el oxímoron?) todas las ciencias dejaron de ser “duras” para siempre. La exactitud quedó supeditada a criterios establecidos por convención; relatividad e incertidumbre son antecedentes de la incompletitud. Es precisamente la incompletitud la que le permite a Rancière renovar la noción de estética de la manera en que lo hace. En su propuesta, la estética deja de ser una “teoría del arte”, porque él la dinamiza al asumirla como un “régimen de visibilidad e inteligibilidad de las prácticas artísticas”. Yo lo pienso y digo; bueno pues este régimen no es otra cosa que una teoría, solo que ya no moderna, sino contemporánea (o sea, consciente de las implicaciones del teorema de la incompletitud). 

Del mismo modo pienso que el estudio que realizo está orientado a actualizar la contribución de Marta Traba y de Ángel Rama a la definición de cierta estética (en el sentido que a esta expresión da Jaques Rancière) enfocada desde el punto de vista latinoamericano. De modo que pacto, con quien lea el resultado escrito de mi investigación, que tanto la noción de “teoría” como la de “Latinoamérica” deben ser entendidas aquí, no en un sentido “ontológico”… sino en la forma de una pregunta cuyo desarrollo es siempre incompleto, cambiante, susceptible de ir más allá. 


Así, el grueso de esta reflexión que da cuenta de la intersección entre lo que he adelantado durante los dos años que he recorrido del Seminario de Estética Sociológica, con la maestra Hélène Pouliquen, y lo que a ese proceso aportó el Seminario sobre Literatura B, en el que nos orientó la profesora Ofelia Ros, llega hasta este punto.

martes, 31 de octubre de 2017

Frutos de mi tierra y De sobremesa a la luz de los “Diez problemas para el novelista latinoamericano"

Resumen: En 1964 Ángel Rama analizó diez problemas propios del novelista latinoamericano. De donde puede deducirse que Carrasquilla y Silva, cada uno a su modo, afrontaron esos problemas. Al estudiar la manera en que ellos abordaron tales problemas –en Frutos de mi tierra y De sobremesa, respectivamente–, en este artículo se estima el alcance relativo del decálogo que Rama propuso; se constata su pertinencia a la lectura de obras colombianas escritas durante la década de 1890; y se sintetiza –de su ensayo– un sistema conceptual que orienta la lectura de la relación entre cada escritor y cada problema específico.

Summary: In 1964, Angel Rama analyzed ten problems of the Latin American novelist. From this it can be deduced that Carrasquilla and Silva, each in their own way, faced these problems. By studying how they tackled such problems –Frutos de mi tierra and De sobremesa, respectively–, the relative scope of the Decalogue Rama proposed is estimated here, and it is found to be very relevant to the reading of Colombian works written during the 1890s. Also —from his essay— a conceptual system that guides the reading of the relationship between each writer and each specific problem is synthesized.

Palabras clave: Narrativa colombiana del siglo XIX, Ángel Rama, José Asunción Silva, Tomás Carrasquilla, Estética Sociológica.


Keywords: Colombian Narrative of nineteenth century, Sociological Aesthetics, Ángel Rama, José Asunción Silva, Thomas Carrasquilla.


Este artículo está motivado por el objetivo de transformar la problemática que Ángel Rama analizó en su ensayo “Diez problemas del narrador latinoamericano” (1966 [1964]) en un repertorio teórico que oriente el estudio de un micro corpus literario colombiano específico –dos obras escritas en la última década del siglo xix–. Se busca así explorar una posibilidad de leer obras literarias latinoamericanas mediante un lente epistemológico también latinoamericano, e indagar sobre ciertas particularidades de la literatura colombiana que, proyectándose al siglo xx, experimentó el impacto inmediato de la Constitución de 1886.

Se diferencian dos hilos de análisis en la problemática derivada de dicho objetivo: la presencia del París mítico en una novela de Carrasquilla y en la de Silva, y la necesidad de anclar nuestra coordenada temporal –década de 2010– en nuestra tradición nacional y latinoamericana. El primer hilo conduce a observar combinaciones de los problemas identificados por Rama; por ejemplo: París participa, de maneras diferentes, del imaginario que ambienta la producción de las novelas Frutos de mi tierra y De sobremesa; en el trato dado por Carrasquilla al material cultural sobre el cual trabajó y en la axiología desplegada por Silva en su composición narrativa. Así se constata al comparar la manera en que cada autor abordó problemas como sus vínculos con la filosofía burguesa y, en ella, con las élites; las relaciones que establecieron, en sus novelas, con la tradición nacional y con el dilema lingüístico; o la relación entre su situación material, su compenetración con el oficio y su público. El segundo hilo guía –de acuerdo con las necesidades actuales: década de 2010– la apropiación de un sistema de referencia latinoamericano dispuesto en el decálogo que Rama redactó en la década de 1960, para precisar particularidades de dos novelas escritas en Latinoamérica, específicamente en Colombia, durante la década de 1890; este hecho permite verificar que la composición novelística sobrepasa la consistencia de sus contenidos para verterse sobre su entorno sociocultural, del cual constituye una manifestación estética.

La siguiente hipótesis operativa integra el objetivo general con su desarrollo crítico: aunque los problemas de la narrativa latinoamericana experimentan variaciones para amoldarse a las coyunturas –generadas principalmente por el progreso superficial de las tecnologías–, la problemática general fundamental es permanente”.

Entonces, en la primera sección de este estudio se actualizan los problemas descritos por Rama, agrupándolos según el orden del cual informan: (a) los que definen el ámbito social del cual emerge la obra, (b) los que definen la correspondencia de la novela con la cultura burguesa y (c) los que definen el talante del escritor. En la segunda sección se analiza la relación entre cada autor (Carrasquilla y Silva) con las tres clases de problemas; específicamente en la realización de las novelas Frutos de mi tierra y De sobremesa. Al final, se discuten los resultados del análisis.

1. Tres clases de problemas en la narrativa latinoamericana


Los problemas que Ángel Rama expuso pueden agruparse según tres órdenes: (a) social, (b) cultural y (c) expresivo. Los primeros guían tanto el sentido del oficio del escritor y su posición en el sistema productivo que contextualiza su vida material, como las características sociales de las que inviste a los actores que elabora y produce: rasgos verbales, idiolectos, relación escritura/oralidad, costumbres, oficios, roles, etcétera. Los del orden cultural orientan el estudio del escritor sobre el material temático que trabaja, de tal forma que anudan el diálogo entre él y su público. Los problemas del orden expresivo motivan el plano reflexivo del autor hacia el tipo de escritura que domina, los tipos de escritura que lo estimulan y su razón de ser escritor.

a. Los problemas de orden social que Ángel Rama desarrolla en su ensayo pueden abordarse como tres relaciones entre pares de categorías: el lugar de la ‘escritura’ en el ‘orden económico’ de la sociedad en que surge, la manera como la ‘obra’ asume el ‘material verbal’ con el que su autor la produce y la relación entre ese ‘material verbal’  y la ‘tradición nacional’ en que se inscribe.

(i). El análisis de la problemática de la escritura realizado por Rama parte de observar que en Latinoamérica la organización económica ha desconocido la actividad de la escritura como renglón productivo. Según él, definir la situación socioeconómica de la actividad del escritor con base en el criterio mercantil es una operación racional ilegítima. Una torpeza del diseño político que impacta la producción creativa en diferentes niveles: niega el sentido del oficio y, en cambio, naturaliza la idea romántica de la inspiración. Abre la idea de que la actividad del escritor es ornamental y gratuita; y obliga al escritor a trabajar en tareas ajenas a la creación.

En la perspectiva de Ángel Rama, la escritura y en general la producción cultural se urbanizó a causa de la política mercantil. Él explica este fenómeno como una consecuencia de que las ocupaciones rentables del escritor estén concentradas en la ciudad: “ocupación y medio son restrictivos del creador” (62); causan, en lo secundario, falta de tiempo, transformación en consumidor, carencia de especialización y, en lo primordial, la perspectiva en la que el escritor madura su obra con los elementos que realiza desde su ángulo biográfico-cultural.

(ii) Sobre esta dimensión social de la problemática de la escritura que Rama expuso, en segundo lugar se sitúa el problema de la relación entre la obra y el idioma. Aunque se trata de una condición universal, en Latinoamérica esta relación da lugar a un fenómeno particular: al mantener el vínculo idiomático, los intelectuales de la independencia orientaron su esfuerzo a conservar la cohesión cultural (ideológica: histórica y filosófica) que dominaban, como acuerdo para afrontar el futuro. El dilema que de esa decisión resulta, Rama lo explica acudiendo a la lingüística saussureana. No al nivel del modelo significado/significante, cuyas inconsistencias ya conocemos; él se dirige a la dialéctica lengua/habla que, viendo con los lentes de Ángel Rama, se puede observar en la escritura de nuestros países poscoloniales; en donde prosodia y sintaxis, bien conocidas por esa persona culta que escribe, se confrontan con su memoria afectiva saturada de personas y vivencias ajenas (incluso adversas) a ese registro lingüístico. Esta dualidad idiomática –uno en la actividad pública, otro en la vida íntima–, genera un carácter híbrido en el material con que el escritor realiza su obra. Es un conflicto que se potencia si tenemos en cuenta que ese escritor intenta fortalecer una tradición de autonomía, al tiempo que depende de la comunidad lingüística en la cual realiza ese proceso; dando contenido al concepto de ‘hibridación’: “la doble expresión lingüística se traslada sin alteración sensible a la novela” (Rama 75).

El escritor afronta el dilema sobre si ha de utilizar un idioma escrito o un habla, un lenguaje académico ajeno o una jerga popular provinciana, arriesgarse al arcaísmo o adoptar el habla regional, afirmar la existencia de las lenguas vernáculas y buscar los términos del habla popular o arrabalero. En la base de este dilema, Rama encuentra un problema estilístico: suponer que el personaje es función del número de palabras propias o regionales que utiliza. Rama concluye que las debilidades en la composición de personajes en la narrativa latinoamericana, hasta el momento en que él escribía, obedecían a una concepción pre-saussureana del lenguaje.

(iii)  El sistema de coordenadas así constituido (eje del poder económico [i] vs. eje del poder idiomático [ii]) define un plano referencial primario del novelista: las escrituras nacionales; la tradición que lo autoriza y a la cual retribuye con su escritura. Para exponer esta problemática, Rama partió de observar una paradoja: en su momento, era posible pensar una tradición literaria latinoamericana, pero no una serie de tradiciones nacionales. Excepto en Buenos Aires, México y Brasil, los escritores latinoamericanos no disponían de ese privilegio. 

Para precisar la diferencia entre «manifestaciones literarias» y «literatura propiamente dicha» Rama acude a Antonio Cándido. Esta última tiene una “estructura interna propia”, es decir: (1) una “constelación temática”, (2) una “sucesión estilística”, (3) unas “operaciones intelectuales peculiares, históricamente identificables”; y (4) un sistema de factores sociales y psíquicos organizados literariamente, de orden histórico y que le confieren a la literatura un sentido orgánico en el contexto general de la civilización: (a) la existencia de un conjunto de productores literarios más o menos conscientes de su papel, (b) un conjunto de receptores, formando los diferentes tipos de público que culminan la obra, y (c) un lenguaje estilístico que regula la interacción entre los dos anteriores. Ahora bien, no hay que creer que el problema aquí sea precisar qué tanto ha progresado un país en el tránsito de una producción de manifestaciones literarias a la consolidación de una tradición literaria nacional; este sería el problema si no tuviéramos que contar con la inconciencia de quienes diseñan las políticas de estas naciones. Rama incluso alcanzó a señalar la causa de dicha inconciencia: “la balcanización política de América Latina por obra de los imperialismos, las oligarquías locales y las falsas estructuras administrativas del coloniaje con lo cual se han creado precarias y, muchas veces, arbitrarias estructuras seudo nacionales” (69).

El problema aquí es lo que ocurre como consecuencia de semejante derroche de creatividad dispersa: la natural expansión y el desarrollo literario de comarcas semejantes (elementos étnicos, naturaleza, formas espontáneas de la sociabilidad, tradiciones de la cultura popular) resultan obstruidos y desfigurados. La perspectiva indígena, la perspectiva pampeana, la perspectiva caribeña, por ejemplo, constituyen voces culturales autónomas, que la balcanización política ha desfigurado. No obstante, Rama resalta el hecho de que estas voces, pese a que se las desconoce, dan forma a expresiones literarias que han sostenido canales de interacción entre naciones.

Respecto a este primer nivel de la problemática literaria, podemos concluir: balcanización (de la tradiciones) y desconocimiento (del valor del oficio) forman la falla geológica en la que las tradiciones literarias nacionales en Latinoamérica se derrumban una y otra vez, aquí y más allá. Así en tiempos de la escritura barroca, como en el modernismo y en el momento mismo en que Rama publicaba su ensayo, momento que saludaba el boom al tiempo que advertía las amenazas de su sostenibilidad, su alcance y su impacto real en el mercado. Las cuales lo llevaron a enunciar con firmeza una consigna: para que el tejido cultural ya adelantado sea fructífero es prioritario “ratificar que el diálogo más auténticamente fecundo para un novelista, es el que entabla con otro novelista de su propia tierra o comarca”. (74)  

Aparece aquí la motivación más íntima para realizar este ensayo: en lo que he leído sobre Silva y Carrasquilla creo haber visto, no recuerdo dónde, que una vez estuvieron en el mismo lugar; me imagino la escena: Silva indiferente –en su actitud– pero consciente –en su pensamiento– de que en el entorno estaba uno que compartía su razón de ser; Carrasquilla indiferente –en su actitud– pero procurando evitar el contacto cara a cara con el ‘rolito presuntuoso’; sin embargo, aunque jamás se hayan sentado a conversar, resulta imprescindible hoy día observar sus voces en modo diálogo (contando con la definición que de esta relación aporta el mismo Rama: “lucha, combate, enfrentamiento, afán ardiente de destrucción mediante la aportación de obras de arte, nuevas, originales” [74]). Tal diálogo constituye un reto fundamental, porque nos permite pensar formas diferentes de afrontar las exigencias creativas del presente (ellos el de su tiempo, nosotros el del nuestro) sin llegar al extremo de propender por la aniquilación del otro; una enfermedad tan evidentemente padecida por nosotros.

b. Los Problemas del orden cultural que Ángel Rama precisa en su diagnóstico son expresables en forma de campos de tensión que el escritor no puede eludir: filosofía-obra, escritura-burguesía, escritor-élites y proyecto creativo-público.

(iv) El concepto de ‘Realidad’ funda el problema del cruce filosofía-obra; al sustentar el tejido mediante el cual se expresa cierto hecho, la manera como el novelista interpreta este concepto manifiesta una filiación –de periodo, de escuela y de movimiento–. En virtud de su “adentramiento en la realidad”, el escritor consagra su sello creativo de autor en las cumbres de lo duradero, porque “las obras que sobreviven más tenazmente al oleaje del tiempo son aquellas en las cuales se nos devela la naturaleza humana en una determinada circunstancia histórica” (Rama 75-76).

Para exponer su concepto de ‘realidad’, Rama se apoya en Della Volpe: “Donde hay poesía auténtica (…) hay siempre verdad sociológica y por lo tanto realismo”. De allí  hace el recuento de las manifestaciones de este problema en Latinoamérica, en donde siempre ha estado presente el “avasallador descubrimiento de lo real” (77) inspirando un caudal de modos y sistemas expresivos; sea por la necesidad de crear imágenes coherentes de la realidad, o por la de conjurar las apariencias complacientes de nuestras sociedades, confrontándolas con imágenes más reales.

En este mismo nivel de la problemática del novelista, Rama diferencia la escritura sobre asuntos sociales y la que se ocupa de problemas morales. Para concluir que la escritura latinoamericana, guiada por una concepción ética liberal, es más dada al ataque de la hipocresía moral ideológica que al tratamiento de la desigualdad social. De donde señala la necesidad de superar la ‘valoración social anti-popular’ y ‘la exaltación latifundista del patrón’. (78)

(v) La relación escritura-burguesía, en la cultura occidental, constituye un corolario del problema de la relación entre la obra y sus fundamentos filosóficos; debido a que la sociedad burguesa apropió la escritura como recurso para configurar una identificación de sí. Rama desarrolla este problema, en la perspectiva histórica, partiendo de señalar que el uso de la prosa es consustancial al proceso de consolidación de la burguesía y alcanza con ella su esplendor. Incluso en Grecia ya es evidente se origen urbano (Rama cita a Longo y la noción de ‘burgo’), en el ámbito en que la cultura de los burócratas y los comerciantes entra en pugna con la de los señores feudales. Tensiones vitales que se mantienen en Roma, en Europa medieval, vinculadas al débil nacimiento de la burguesía; luego en las ciudades francesas e italianas; de donde se extienden a toda Europa, en sus formas renacentistas; de allí datan las primeros brotes en la configuración del mito de París.

Durante el siglo xviii los escritores ingleses le otorgan formas modernas –al tiempo que se consolidan las revoluciones agrarias e industriales–, con lo cual surge un nuevo público, ajeno a la cosmovisión aristocrática, la poesía ornamental y el teatro cortesano. De allí, durante el siglo xix “la novela  impone un sistema expresivo: una articulación de recursos narrativos específicos, un uso del personaje y una implantación histórica” (80); un rico sistema de técnicas plásticas compuestas sobre una “soterrada nostalgia de la burguesía partera que se ha deslizado en la cosmovisión proletaria” (81). Un proceso que transforma la escritura para adecuarla a la nueva mentalidad dominante.

(vi) La forma en que el autor se relacione con las élites culturales determina los grados de libertad de que dispone para desarrollar, sobre los factores sociales y culturales de su producción, una conciencia  orientada a sumar lectores para su obra. Es en este núcleo social que el escritor se enviste del poder de dirigirse a un público.

Rama precisa tres periodos en la historia de las élites en las naciones latinoamericanas: (1) el de élites de las configuraciones independentistas; (2) el de las élites regionalistas de finales del siglo xix y principios del siglo xx; y (3) el de las élites que se consolidan durante la segunda mitad del siglo xx. Las novelas que aquí observaremos dan cuenta de las tensiones políticas que caracterizaron a Colombia en el segundo de esos periodos propuestos. Rama además distingue dos tipos de orientación determinados por las élites: primero, el que se forma en “la capilla, la escuela, el cenáculo afín” que fija principios formales –temas, materiales, ideas sobre el arte, las tradiciones y las jerarquías valorativas–, es decir, la estética y la filosofía; y, segundo, el de los intelectuales que, en nuestra historia cultural, desarrollan familias comunes. (63)

Para explicar la importancia de esta instancia de poder cultural, Rama señala que durante el siglo xix la debilidad cultural de las naciones latinoamericanas diluyó la existencia de un público; lo cual restringió el acceso a la producción de los intelectuales a ellos mismos. Sólo en el tránsito hacia el siglo xx, con el ingreso de las clases medias a la vida cultural, el público pudo ampliarse un poco. De allí, Rama –con base en K. Mannheim– diferencia dos clases generales de élite: (1) una que, comprometida con la unidad local, busca diferenciarse de lo que viene de las provincias vecinas; y (2) otra “de individuos movibles y no insertos orgánicamente en la sociedad básica, que prefiere vivir de relaciones sociales y espirituales en las que se prepara una floración de la comunidad cultural europea”. Pero precisa: “No se trata de una mera oscilación entre universalismo y regionalismo” (64).

Según afirma Rama, estos tipos generales resultan de una realidad cultural variable, operan con materiales distintos porque disponen de recursos distintos. Conviven en los mismos períodos históricos: cuando una domina, la otra se opone; y en algunos casos, eligen lo mismo; de hecho se complementan: unos impiden la provincialización de los otros; estos, a su vez, obligan a aquellos a elaborar las situaciones y tradiciones concretas de su entorno (65); además, el proceso creativo se debilita cuando la situación respecto a estas élites es inconsciente y parcial. En este punto, claramente se pueden percibir las diferencias fundamentales que hay entre la obra de Silva y la de Carrasquilla, así como la necesidad impostergable de abrigarlas en un mismo estudio que permita conocer a fondo las tensas relaciones que en nuestras naciones latinoamericanas la literatura experimenta como efecto de esas diferencias.

(vii) Estos problemas de orden cultural se materializan en el problema de la relación, en el proyecto creativo, del escritor con su público. Rama introduce este problema señalando el desdén con el que los escritores modernistas concebían su relación con el público: una escritura para consumo de su productor, por defecto. Y nota que, paradójicamente, son los modernistas los primeros que en América empiezan a sentir esa ausencia.

En relación con este problema, Rama señala la necesidad de que la crítica empiece a ocuparse de la actitud del autor con respecto a sus lectores en los estudios de obras literarias. De allí, observa que sólo desde la tercera década del siglo xx la literatura latinoamericana madura un diálogo con sus lectores. El crítico anuncia que desarrollará exhaustivamente este problema en el futuro.
c. Ángel Rama aborda en su ensayo tres problemas del orden expresivo: la conciencia que el autor tiene de sus habilidades creativas, el conocimiento (en términos de dominio) del género que ha elegido para desarrollar su obra y el autor o los autores de quienes por asimilación o por contraste ha aprendido a controlar esas habilidades.

(viii). El sistema que denomino Creatividad-Conciencia, Ángel Rama lo definió, más que como un problema, como un enigma: el don creador, el último de los problemas en su decálogo: ¿por qué un ser humano elige como instrumento las letras?, ¿de dónde surge el impulso que lo arrastra a trabajar con palabras y a creer que ellas son lo que importa? (85) Plantea las preguntas y aclara: no se trata, hay que resaltarlo, de una evocación romántica de la divina inspiración; nada de eso. Tal vez Ángel Rama pensó que era todo un enigma que existan seres humanos dispuestos a hacer de semejante campo de dificultades su profesión; por esa razón dejó el tema para el final.

La lectura detenida al desarrollo propuesto por Rama a este enigma deja la sensación de un vacío fundamental en el ámbito de la producción creativa, en su momento. Es enfático en distanciarse de soluciones metafísicas al enigma de la creación, pero señala la insuficiencia de las soluciones dadas tanto por el psicoanálisis como por la sociología en el estado de desarrollo que para ese tiempo habían alcanzado. En todo caso, falta un examen más detallado del tema, dice Ángel Rama. Aunque esta cuestión se ha pensado mucho en las últimas décadas, el presente estudio se limita a registrar lo que al respecto se ha dicho en relación con los autores estudiados.

(ix) Para plantear el problema del dominio del género a través del cual el escritor decide concretarse como tal, la novela para los casos que aquí se estudian, Rama acude a las conversaciones de Goethe y Eckermann: mientras se expresan unas pocas frases subjetivas, no se es poeta; en cuanto se sabe cómo apropiar el mundo y expresarlo, ahí se es un poeta (71). A lo que se dirige, entonces, es a notar que la escritura no es de ninguna manera el resultado de un cuchicheo de la divinidad: todo lo contrario, supone un trabajo de maduración arduo.

En últimas la cuestión aquí se puede transformar en el problema de la madurez de la obra y puede formularse así, al momento de estudiar la relación de los autores con el tema: ¿cómo abarca el autor al mundo en su novela?, ¿cómo ha orientado su trasfondo filosófico hacia los intereses de sus lectores? De allí, Rama afirma que en el tema se concreta ese ‘ajuste germinal’ entre la vivencia personal (del escritor) y la experiencia que comparte con otros seres humanos, en tanto principio del proceso de objetivación, que le permite prefigurar el ‘funcionamiento de los personajes’ (73).

(x) Sólo resta referirse al problema que para el escritor representa la necesidad de maestros. Aquí el problema en sí no es cómo proveerse del maestro necesario; sino, qué tipo de relación sostener con él. Entonces Rama aclara: “El arte no sale de la nada: sale de otro arte” (65). Pero la relación entre ‘el material de incitación’ y ‘el nuevo producto’ es indirecta, porque entre ambos está mediando un nuevo autor, en una nueva circunstancia; y porque la historia y la sociedad del nuevo escritor son diferentes a la del autor de la incitación. De modo que esta relación tampoco es simple: “un escritor aprende en otro escritor, e incluso vive sometido a él hasta que logra asesinarlo” (65).

De allí, esta relación en Latinoamérica da aún más para decir, debido a que en este contexto involucra al nuevo escritor con la guía de escritores europeos. Un vínculo que durante mucho tiempo dio lugar a problemas de consistencia en la escritura. Rama no pretende estar en contra de ese tipo de comercio; su interés se dirige a que la relación sea consciente y se oriente a la inmediata autonomía de la obra en proceso de escritura (66). En cuanto la conciencia, de lo que se trata es de experimentar como se quiera los recursos técnicos que se ha decidido apropiar, hasta calibrarlos a las condiciones propias del ámbito en que se realiza la obra. (62)

2. Carrasquilla y Silva, narradores latinoamericanos


Sobre el sistema de referencia así dispuesto, procedo ahora a desarrollar la pregunta rectora de este ensayo: ¿cómo abordaron Carrasquilla y Silva, en Frutos de mi tierra y en De sobremesa, respectivamente, los problemas que según Ángel Rama afronta el narrador latinoamericano?


a. Con respecto al primer motivo de la problemática de orden social expuesta por Rama, Silva y Carrasquilla dan motivo a precisiones y ajustes. Si para Ángel Rama la función del escritor es desconocida en el conjunto de los renglones productivos de la sociedad, estos dos escritores de tiempos de hegemonía conservadora (1885-1939) definitivamente parecen mantener su producción literaria como una actividad al margen de intereses de ese orden. Carrasquilla disponía de los recursos necesarios para desentenderse de las “ocupaciones ordinarias”, “los debates de la política”, “las guerras civiles”, los viajes típicos de “los judíos errantes de Antioquia” y “los vicios (que llevan al) olvido del talento que lo pone en desequilibrio con sus compatriotas” (Montoya 107), Silva en cambio sentía que sus “escasos escritos han sido obra también de esos ratos robados a las realidades apremiantes” (Silva). La comodidad con la que Carrasquilla pudo dedicarse a la escritura y la realidad apremiante a la cual Silva debía robarle tiempo para realizar sus escasos escritos son ejemplos reveladores del impacto que en el oficio de la escritura tienen las coyunturas políticas que dan origen a los diseños económicos. Además, la situación del escritor, su encuadre y su perspectiva resultan profundamente determinados por su posición específica en ese contexto.


Lo primero que se puede notar, precisamente, es el vínculo entre esa posición socio-económica y las dos dimensiones de relación de los escritores con el problema de la hibridación idiomática, según lo observó Ángel Rama: Carrasquilla, en Frutos de mi tierra, interpreta su crítica incipiente al costumbrismo acogiendo las diversas modulaciones del habla popular de Medellín bajo un estilo notablemente irónico; (motivo que le permite por ejemplo a Patricia Trujillo (2007) equiparar la poética de este escritor antioqueño con el realismo que Flaubert sustenta en sus Tres cuentos [1877]) en cambio Silva, al menos en su novela, apenas si le da la voz a los sectores populares bogotanos: el personaje más cercano a esa perspectiva es Rovira, quien empieza por decir que no sabe nada de poesía (pero aun así le parece que ha de ser importante), y así se mantiene hasta el momento en que, completamente desmotivado, abandona la reunión.

De manera que en Silva no se percibe la hibridación que refiere Rama, más que como la generalización, en su realidad histórica, del aislamiento que lleva al bloqueo creativo de su personaje, Fernández, con respecto a su entorno social específico. En Carrasquilla, en cambio, esta propiedad de la escritura latinoamericana puede pensarse como la problemática fundamental de toda su poética; es sobre esta perspectiva que su obra pasa de la crítica al costumbrismo (que se concentra en su primera novela Frutos de mi tierra) a sus más elaboradas expresiones de realismo en el sentido que de esta finalidad interpreta en sus etapas de mayor madurez.

Se verifica entonces la manera como efectivamente el torniquete formado con el cruce de los ejes Escritura-Economía y Obra-Lengua predetermina la relación entre los autores y la tradición nacional que los circunscribe. Carrasquilla acoge la tradición naturalista, mientras Silva acoge el decadentismo; en ambos casos, la tradición acogida se afronta en los términos críticos que la ironía permite. También en esta dimensión se empieza a vislumbrar el carácter regionalista de la tradición en la cual se inscribe la obra de Carrasquilla en contraposición a la tradición cosmopolita que persigue Silva. El trasfondo naturalista ironizado del primero le permite confrontar los cuadros de costumbres y las novelas que desde mediados de ese siglo se empezaron a dar a la tarea de representar la vida bogotana, agitada, corruptora, peligrosa, llena de bandidos y delincuentes dando lugar a su dicotomía fundamental: regionalismo, cosmopolitismo. El decadentismo (acogido por Fernández) ironizado por Silva, en cambio, lo lleva a la dicotomía entre lo americano y lo europeo.

Ahora bien, pese a esta sutil filiación de cada autor a una tradición específica, en ninguno de los dos casos se puede pensar que se trate de una tradición nacional desarrollada. Es por esta razón que a los dos autores, junto con Marroquín, se acostumbra situarlos en el lugar del origen de las tradiciones literarias que en Colombia se desarrollarían durante el siglo siguiente. En este punto es interesante notar que las primeras manifestaciones literarias sólidas que vendrán a constituir los fundamentos de una tradición literaria colombiana se definen al acudir a tradiciones europeas; en particular a la francesa, y principalmente la que configura el mito de París como cuna de la civilización burguesa en su triunfo moderno. Ya el hecho de que Carrasquilla se dedique a contribuir desde su escritura, a la modernización de Medellín, mediante la crítica realista (“a la simulación, al arribismo y a la sobre valoración del dinero” [Melo 24]) deja en evidencia ese vínculo sutil en su obra. En el caso de Silva esta filiación es absolutamente directa: él, junto con Darío, participa con su novela en la configuración de esa imagen de París que aun hasta la década de 1980 los escritores latinoamericanos alimentaron obra tras obra.

b. De que en Latinoamérica el público de la propia literatura no es más que la burguesía no hay posibilidad de discusión. Esta fue una intuición tan potente, y preocupante, para Ángel Rama en la producción del ensayo estudiado, que más tarde lo llevó a ahondar en esa investigación para inspirar finalmente una de sus obras más citadas: La ciudad letrada. De hecho la tesis de Camilo Hoyos constituye una precisión en ese sentido: el mito latinoamericano de París funciona como el trasfondo sobre el cual las diversas manifestaciones de La ciudad letrada se materializan en la época hacia la modernización.
La filosofía moderna, las clases burguesas y el público constituyen el entorno cultural de la producción de los novelistas en el mundo; los latinoamericanos siguen ese patrón histórico, y Silva y Carrasquilla son bien conscientes de ello. Para esbozar la situación que cada uno de estos dos novelistas asumió al respecto, la clave que aporta Rama es significativa: esta situación se define en la manera como cada uno afronta, apropia y, digamos que, transforma en obra literaria la realidad. Ya sus condiciones de orden social han establecido la porción de la realidad que cada autor acoge como tema; pero la manera como desde cada perspectiva se realiza el proceso de transfiguración literaria define un modo específico de interpretarse como parte del ámbito burgués.

Recuérdese que los dos autores desarrollan la obra en una fase políticamente de hegemonía conservadora. Razón por la cual Carrasquilla, vinculado con las élites culturales de esa misma orientación, puede dedicarse a “explotar nuestra propia existencia en favor del arte” (Montoya 106); aunque claro, no se trata de una mirada totalmente ingenua propia de los naturalistas: “la literatura que nos gusta a los antioqueños es la que nos hace reír a costa de los demás” (111), concluye el mismo crítico. De donde se define el valor que adquiere el tono crítico e irónico mediante el cual este autor se aproxima a la realidad; es este el gesto mediante el cual su escritura sobrepasa los límites del documento histórico o sociológico, y empieza a consolidar una perspectiva propiamente literaria. No sin incurrir en ciertas debilidades en ese sentido, que afrontará en sus novelas posteriores. En Frutos de mi tierra los personajes resultan cercanos a la caricatura y su visión de la ciudad queda apenas esbozada en una figura con frecuencia artificiosa.

Por su parte, Silva formaba parte de la oposición. El mismo Montoya, que dogmáticamente y sin necesidad sobrestimaba a Carrasquilla, mientras lo hacía, se refería sin nombrarlo al que tanto F. Vallejo (1995) como su antagonista relativo E. Santos Molano (1992) un siglo más tarde recordaron como el mayor poeta que se ha dado en Colombia. Resulta oportuno decirlo: el misterio de su novela aún está por resolverse; aunque la tesina de Camilo Hoyos aporta material importante a ese fin. Tanto los términos en que se refería Montoya a Silva, como la obra del novelista son consecuentes con el hecho político ya referido; decía el crítico: “Quizá el anhelo de novedad –dandismo literario– ha hecho nacer entre nosotros los escritores erráticos que buscan los asuntos en países extranjeros, olvidando que la novedad artística no está en lo raro del modelo sino en la excelente manera de ejecutar: un feto viable de cinco meses puede ser una novedad, pero no es bello” (Montoya 106).

Esto fue escrito en 1897; hilando muy fino pareciera conocer ya la novela de Silva y hasta dar pistas sobre la razón de su “ocultamiento” hasta concluido el periodo de hegemonía conservadora. Una hipótesis que se podría justificar desde la perspectiva figurada por Rama: en el contexto mismo de las sociedades burguesas, la pugna entre élites acaba por regular qué producción llega al público presente y qué se produce para el futuro.

Silva secundaba a Rubén Darío en su desoladora imagen respecto de los lectores, de quienes a conciencia renunciaba a una comprensión plena. No obstante, como lo observó Rama, en ese periodo de la historia de la literatura, en tanto novelista se cuestionaba duramente sobre la consecuencia de identificar al escritor con el lector. “Para que la sugestión se produzca es preciso que el lector sea un artista” (Silva 236), dice Fernández a sus interlocutores para explicar su bloqueo; bloqueo que Silva superó indiscutiblemente quizás con la misma motivación de fondo que se diera Darío: “La gritería de trescientas ocas no te impedirá, Silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento con tu melodía. Cuando él no esté para escucharte, cierra los ojos y toca para los habitantes de tu reino interior” (Citado Rama 66). Una problemática que bien podría situarse en la base de la poética que Silva desarrolla mediante su personaje José Fernández y que, en esa medida marca la falla sobre la cual se desdibuja el equívoco, ya mil veces denunciado, de identificar al personaje con su autor. Semejante resulta la distancia entre Carrasquilla y su público; así nos lo hace notar Montoya, quien además, a su manera, ya presiente el problema que luego inquietará a Rama. En principio, Montoya afirma que inmediatamente Frutos de mi tierra estuvo terminada, salió al público y éste la recibió con aplausos en virtud de su originalidad. Aunque la idea específica de originalidad es dudosa al partir de desconocer que el tema urbano, reflexivo, no era ninguna novedad, ni en Antioquia, ni en Bogotá, ni en Latinoamérica. Luego, dice: “Los colombianos no pueden ser fecundos literatos, los climas de la zona tórrida enervan; las dificultades para el desarrollo de los estudios y para la publicación de los libros, desconsuelan; el éxito improbable, escribiendo para el público, en su generalidad iletrado, desanima, y el ridículo, si no se obtiene éxito ante la minoría ilustrada, desespera” (112).

Determinismo positivista, es decir dogmatismo, abierto desinterés por llevar la educación a más sectores sociales, pesimismo estratégico y menosprecio infundado del contrario resultan ser males crónicos entre los críticos; y de allí, en general entre los intelectuales. Un enfoque tan terrorífico, como el de Montoya, más que diagnosticar cierta realidad, la perpetúa.

c.  Aún falta ir al estudio en los detalles más cercanos a la voluntad en sí del escritor. Es en este nivel que el escritor opta por asumirse como tal, aprovechando las condiciones favorables y afrontando la adversidad según lo exijan las coyunturas sociales y culturales que lo condicionan formalmente, pero no en lo esencial: en la definición de su talante. En este sentido, no cabe duda que tanto Carrasquilla como Silva han de ser considerados, hoy día, maestros de la tradición literaria nacional; al margen de la identificación que se pueda asumir con los intereses de las élites en las que surgieron o del aprecio que se dé a las consecuencias técnicas que esas circunstancias determinaron en su escritura, estos maestros entregaron lo mejor de sus vidas a su obra. Quizás la razón que los hace dignos de ese título es que tal vez son los primeros colombianos que afrontaron con plena convicción la voluntad de ser escritores. “En una palabra, es que usted y yo tenemos la chifladura del arte, como dicen los profanos, y con esa chifladura moriremos”, le escribió Silva a la pintora Rosa Ponce de Portocarrero, en 1892. Aun no encontré palabras del mismo Carrasquilla, con respecto a su compromiso con su obra; sin embargo, es diciente el comentario que a ese respecto presenta Eduardo Zuleta en su estudio titulado Manuel Uribe Ángel y los literatos de su época: “Se puede decir que fue el primer escritor de oficio en el país (…) dedicó toda su vida a la literatura y puso en función de ella los oficios que desempeño” (16).

En cuanto al dominio técnico del género, los dos casos comparten cierto carácter experimental; sin embargo el resultado en ambos casos resulta de altísimo nivel. En De sobremesa Silva consolida un salto admirable de su dominio lírico al dominio de la narrativa. En Frutos de mi tierra Carrasquilla desarrolla una intuición a partir de un reto auto-impuesto: hacer una novela sobre el tema más vulgar y cotidiano. Las principales diferencias técnicas entre ellas obedecen precisamente a la motivación expresiva que las dinamiza; son por igual coherentes con la intuición primigenia de sus autores. Mientras que Silva quiere concretar en la narrativa un espacio de reunión entre la sensibilidad de la lírica y la plasticidad pictórica, dando lugar a la primera novela latinoamericana de artista; en el otro extremo, Carrasquilla se ocupa de observar la cotidianidad en sus manifestaciones populares, dando lugar a un realismo que su primer prologuista, Pedro Nel Ospina, llegó a calificar de “atrevidísimo”. Para desarrollar esa intuición, en virtud de su posición cultural, política y social, Carrasquilla dispone de la constelación de escritores antioqueños con quienes discute sus objetivos, sus métodos, sus técnicas y bocetos; dispone incluso de experimentos narrativos anteriores a los cuales oponerse, y mediante los cuales afianzar su tono irónico, todo ello sin desplazarse demasiado de  su vivienda. A ella incluso llegaban los libros que consideraba necesarios y hasta contaba con la posibilidad de leer muchos de ellos en su lengua original. Silva contaba con recursos semejantes, pero casi nadie en Colombia estuvo en capacidad de identificar la motivación estética de su novela; primero debió permanecer oculta por más de dos décadas y cuando al fin tuvo espacio para darse al público; éste, completamente fuera de contexto se perdió en la identificación del protagonista con el autor. Salvo Jorge Zalamea, que reclamó por la manera equívoca en que la leyeron los críticos, fue necesario que pasaran tres décadas más para que alguien lograra identificar su filiación estética y de allí el sentido que le daba consistencia.   

Quizás el infortunio que en esta travesía identifica Camilo Hoyos, en su tesis, lo sea también para la narrativa colombiana; que si bien ya logró saldar en buena medida la deuda que contrajo con la memoria de su autor, aún tiene pendiente el desarrollo de la línea poética que allí quedó sembrada para la creatividad futura.

3.      Discusión y conclusiones


Sobre los temas desarrollados cabe subrayar la amplitud que puede adquirir la lectura de una obra a la luz de los principios teóricos derivados de la problemática que Ángel Rama expuso en el ensayo reseñado. Las diversas obras críticas que se han acercado a estos narradores pueden inscribirse en al menos uno de los hilos discursivos incluidos en dicho ensayo. Aun cuando por momentos pareciera que el sistema de problemas puede llevar a repeticiones, lo que ocurre en realidad es que temáticas que han motivado el acercamiento crítico bajo metodologías específicas aquí se disgregan según los órdenes dados al decálogo que Rama propuso, generando una forma de estudio dinámica, progresiva, recurrente, no analítica. Por usar un concepto familiar a la comunidad de los estudios literarios, puede pensarse la figura del rizoma deleziano para figurar el carácter relativamente sistemático que puede darse a esta serie de principios teóricos, en su acercamiento sea a una obra particular o un corpus específico relativo a los intereses que el investigador quiera dinamizar a través suyo.

Por otra parte, en el desarrollo de este estudio, el mito parisino adquirió un sentido particular considerado a la luz del sentido burgués inherente a la novela; el cual articula los cuatro factores de orden cultural que Rama incluye en su decálogo diagnóstico. Siendo la revolución francesa el epicentro de la consolidación de la filosofía de las sociedades burguesas, es natural que su capital sea epicentro de la producción cultural de esas sociedades; es decir que en ella, inexorablemente, ha de encontrar sus raíces toda manifestación estética que obedece a los principios definidos por esa filosofía. De allí, la relación entre el París latinoamericano, que propone Hoyos, y La ciudad letrada pasa a constituir un posible tema de investigación en el futuro.

En cuanto a lo que un recurso disponible desde mediados del siglo xx le permite leer a la segunda década del siglo xxi, de la narrativa colombiana de la última década del siglo xix… Hay que decir que la toma de distancia puede ser saludable. Aun cuando la hipótesis –es una  problemática permanente– someramente se ha verificado, el hallazgo de las semejanzas entre motivaciones radicalmente diversas, medios sociales radicalmente antagónicos y por ende interpretaciones radicalmente contrapuestas de la realidad humana, se muestra como la única vía posible a la superación de enfermedades que se han vuelto crónicas al menos en el país del cual y desde el cual se han leído dos obras significativamente distantes en la historia.

Sobre la posibilidad de leer nuestra escritura mediante un lente latinoamericano aún queda mucho trabajo por realizar; sin embargo, en lo recorrido, se ha afianzado la intuición que ha impulsado el razonamiento que aquí se suspende de momento.

Bibliografía

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– – –. Poesía y prosa con 44 textos sobre el autor. Bogotá: Instituto Colombiano de Cultura, 1979. Disponible en: http://www.bdigital.unal.edu.co.
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Zalamea, Jorge. “Una novela de José Asunción Silva”. José Asunción Silva. Vida y creación. Bogotá: El Tiempo, 5 de junio de 1926. Impreso.
Zuleta, Eduardo. Manuel Uribe Ángel y los literatos antioqueños de su época. Bogotá: Talleres Mundo al Día. 1937. Impreso.